Memorias de hospital


Hace exactamente 8 años, sufrí un episodio que me llevó a ser internada por un mes en una institución de cuidado mental, también conocida como hospital psiquiátrico o “manicomio”. Pero antes de contar mi experiencia, tengo que contextualizar cómo llegué a ese punto.

Mis primeros años de vida

Recuerdo mi niñez y adolescencia como años sombríos y llenos de dolor emocional. Nací en 1992 en una familia con todo tipo de carencias económicas y afectivas. Mi mamá es una licenciada en nutrición y dietética, que estuvo desempleada durante los primeros catorce años de mi vida; mi papá me abandonó y simplemente nunca lo conocí; y mi abuela fue una madre divorciada que crió a sus cuatro hijos. Mi mamá estuvo todo su embarazo llorando por haber sido abandonada, y esperando mes tras mes un depósito bancario que mi papá prometió hacerle, pero que nunca llegó. 

Mi papá llamó una sola vez por teléfono, cuando era niña. Me preguntó el nombre de mi colegio, y le di vueltas para no responder, porque nunca confié en él. Me pidió que anotara su número, pero como mi mamá me amenazaba con llamarlo para que me llevara, cada vez que peleábamos, un día lo boté a la basura, y nunca más supe de él.

Cuando yo era niña, mi abuela mantenía económicamente todo el apartamento, a mi mamá y a mí, con su pensión del Seguro Social. Pero como era de esperarse, el dinero siempre era insuficiente, así que mi mamá tuvo que recurrir a trabajarle a sus tíos –adultos mayores–, con la limpieza y el cuidado personal, para conseguir un pago. 

La escasez de dinero, el fracaso profesional y el insomnio volvieron a mamá en un ser huraño, sin amigos ni pareja, y se dedicó a ser una madre abnegada y sobreprotectora, pero también a volcar todas sus frustraciones sobre mí durante décadas, desde que fui bebé. 

Casi no tengo recuerdo de algún día en mi niñez en que mamá haya estado enteramente de buen humor; solo maltrato físico y verbal desde que tuve memoria. Sus gritos, amenazas y golpes venían por cualquier razón o motivo, desde nimiedades como que mis lápices se agotaban demasiado rápido, hasta porque había una viruta de creyón en el piso de la sala -que ni siquiera era mía; por caerme al piso o por yo romper por error un frasquito de vidrio que trajo de Miami en su adolescencia. 

Aunque yo era una niña retraída que apenas hablaba (incluso en el preescolar pensaron que era muda), nunca tuve amigas y odiaba la hora del recreo, mi mamá me llegó a decir a los 6 años que le tenía la vida hecha cuadritos, y la escuché decir a otras representantes que yo era un terremoto. Cuando intenté hacer arte en casa a los 7 años, me dijo que yo era una loca, y en alguna ocasión le confesó a mi abuela que yo era tan mala como mi papá, porque lo heredé de él. 

El día en que mi maestra de primer nivel de preescolar me dijo: “¡Felicitaciones, estás aprendiendo a leer!”, corrí a decírselo a mi mamá cuando llegó a recogerme, pensando que se pondría feliz, y ella solo me ignoró, y no le dio la menor importancia. Tal vez fue la primera decepción que experimenté en mi vida.

En dos ocasiones se jactó con otras representantes, relatando cómo me pegaba cuando yo intentaba rebelarme, sintiéndose orgullosa de aplicar ese tipo de control. Yo solo podía llorar al escucharla, y sentía humillación en ese momento, pero nadie parecía entender por qué. 

En un punto estuve genuinamente convencida de que en algún arranque de ira me mataría, porque solo sentía odio en su mirada. Ya más adelante le cuestioné por qué me tuvo si claramente no estaba preparada para ser madre, y su respuesta fue algo como "yo sí te quería tener, quería a alguien que me acompañara en la vejez"

Cada vez que intentaba hablar con mamá, ella me decía "ahorita no, es muy temprano (o muy tarde, voy a comer, acabo de comer, o voy a dormir -la siesta-, me voy a bañar, voy a cocinar)", cualquier excusa era buena para no escucharme, y realmente ella jamás estuvo disponible para tener una conversación, porque simplemente ninguna hora era apropiada. 

Mamá era obsesiva con la educación de su hija, así que yo era una alumna ejemplar que nunca fue felicitada por sacar 20/20, y si obtenía 19/20, ella me cuestionaba por el punto que me faltó. Me iba muy bien académicamente, pero el costo emocional fue altísimo, porque yo pensaba que de esa manera tendría algún tipo de valor para ella, o de lo contrario, se decepcionaría de mí porque, según sus palabras "tu único deber es estudiar". 

Cuando crecí, mamá se iba haciendo más y más restrictiva. Me prohibió expresamente salir sola con mis amigas cuando era adolescente, mucho menos ir de viaje con ellas. 

Una vez, una compañera del colegio me invitó a una reunión familiar por sus 15 años, ella vivía a una cuadra de distancia de mi casa. Le dije a mamá que regresaría a las 7 p.m., entonces ella no tuvo mejor idea que llamar por teléfono ¡tres veces! a la casa de esta niña para preguntar cuándo yo regresaría. Con mi ansiedad y desesperación apuraba a la cumpleañera para que cortaran la torta, y todos los invitados me acompañaron hasta la puerta de mi edificio. 

Eran las 8 pm cuando llegué, y cuando entro a mi habitación, me recibió mamá con una mirada de odio, y dijo "¿te venías en burro?" por mi hora de retraso. Jamás me creyó que no caminé sola esa cuadra, y yo por supuesto que no volví a salir a una reunión ni fiesta, no quería volver a pasar por ese bochornoso momento. 

Cuestionándome a mí misma

Recuerdo haber llorado cada día de mi vida durante décadas, lo cual incomodaba a todos aquí en la casa. Desde muy pequeña, mi incapacidad para gestionar mis emociones sería la burla de toda la familia y los amigos, sin que nadie se preocupara, como problema de salud mental que es.

Tendría unos 7 años cuando una vez, mientras me bañaba, caí en cuenta de que había algo que no era normal en mí, porque el resto de mis compañeras no lloraba por todo y por nada, más bien tenían amigas y relaciones normales. No como yo.

Entonces, le pedí a mi mamá que me llevara a una consulta con un psicólogo, y ella me respondió que "eso es para los locos". Aunque hoy lamentablemente todavía persisten estos prejuicios, en los 90s no existía consciencia en absoluto sobre el cuidado de la salud mental.

Cuando tenía ataques de llanto, ira e impotencia que no podía controlar, frecuentemente me refugiaba en los libros para calmar el dolor, pero en otras ocasiones me encerraba en el baño a verme llorar frente al espejo, o agarraba las botellas de desinfectante y cloro para la limpieza, leía las etiquetas y me preguntaba qué podría pasar si lo bebía. ¿Podría terminar con toda esta pesadilla que era mi vida?

Constantemente miraba al cielo y le pedía a Dios que me llevara, o que por favor me "secara" los ojos para que ya no pudiera llorar más, y así no incomodar a nadie. 

Solo una vez la psicopedagoga del colegio solicitó hablar con mi representante. Fue cuando en el preescolar me pidieron que dibujara a mi familia, y yo solo dibujé a mi mamá y a mí. Y es que, este apartamento de no más de 80 metros cuadrados, en algún momento llegamos a ocuparlo hasta 7 personas, y sin embargo, para mí, mamá era mi única familia. 

Este dolor no es mío

Por un lado estaba mi tío, quien llegó en estado de ebriedad cada día sin falta, de lunes a domingo, durante más de dos décadas consecutivas. Obviamente llegaba agrediéndonos verbalmente a todos, maldiciendo a todo lo que se atravesara, y fumaba sin importarle nadie alrededor. Una vez, de niña estuve hospitalizada por un cuadro asmático, y cuando llegué a casa le pidieron que no fumara, al menos en esa oportunidad. Fue y fumó, sin importarle mi salud en absoluto. 

Esta persona se gastaba enteramente su sueldo en alcohol, cigarrillos y apuestas hípicas, mientras mi abuela y mi mamá mantenían enteramente la casa en lo económico (y por supuesto, en todas las labores del hogar) y él solo se limitó a aportar en alguna ocasión su bono de alimentación. La felicitación de cumpleaños que yo recibía de él era: "Ya tienes 20 años llorando" (o la edad que fuese). En una ocasión estuvo a punto de golpear a mi tía en medio de una discusión por 8 rollos de papel higiénico, cuando la crisis de desabastecimiento en mi país se agudizaba.

Entre sus creencias más arraigadas está que no pudo "surgir" en la vida porque nadie le regaló lo suficiente, o porque no le dieron la oportunidad. Cuando compré mi actual computadora, lo escucharon decir algo como: "no me puede dar un plato de comida, pero sí tiene para una computadora nueva". 

Por otro lado está mi tía, quien fuera incapacitada por problemas de salud, hipocondríaca y quien ha vivido la mayor parte de su vida a expensas de terceras personas. Su mayor distracción son las habladurías sobre la vida de todos en el vecindario, y escuchar conversaciones ajenas para reproducirlas, hacer conjeturas falsas y las más inverosímiles invenciones, acompañadas de "consejos" no solicitados. 

Entre mis recuerdos hirientes está haberme llamado "loca", "te crees dueña del apartamento" y haberle prohibido a mi mamá tomar vacaciones mientras mi abuela siguiera con vida. Por supuesto, es una persona incapaz de alegrarse por el bien ajeno, incluso de su familia, por lo que mi mamá y ella tuvieron durante años una rivalidad, que incluso llegó a los golpes y arañazos. 

Mi abuela fue una mujer que trató de controlar la vida de cada uno de los integrantes de este hogar (de donde prácticamente nadie ha podido escapar). Mamá achacó a mi abuela la culpa de no haber podido ser ella misma en la vida, de haber fracasado y del exceso de control y paternalismo que ejerció. Y esa es una historia que yo no quiero repetir.

Luego de la muerte de una de sus hermanas más queridas en vísperas de Navidad, mi abuela se sumió en una depresión sin que nadie más se diera cuenta. Se alcanzaba a bañar una sola vez al mes, no salía sola a la calle (por haber tenido desmayos en varias ocasiones) y cantaba una y otra vez "Esa flor ya no retoña/ Tiene muerto el corazón".

Mi abuela, que sufría de osteoporosis y era aficionada a automedicarse y a tomar sedantes para dormir, una noche de febrero de 2010 se levantó para ir al baño, no encendió la luz, tropezó y cayó al piso, fracturándose la cadera.

A ese episodio le siguieron los peores años como familia. Mi mamá no logró conseguir el dinero para operarla en una clínica privada, así que mi abuela estuvo internada en un hospital público un mes, esperando una donación de prótesis de cadera. 

Mamá estuvo día y noche en aquel hospital, sin prácticamente apoyo de sus hermanos o sus primos, de ningún tipo. Cuando finalmente ocurrió la operación, mi abuela nunca más volvió a caminar, de hecho ni siquiera quiso intentarlo, quedando postrada en una cama por siete años y nueve meses, hasta su fallecimiento el 11 de noviembre de 2017 (cumpleaños de mi madre). En aquél día, mi tía le dijo a mi mamá que ese era su "regalito".

Estando mi abuela bajo la responsabilidad casi entera de mi mamá (solo con ayuda de mi tía), pasó a ser objeto de su atención, pero también mi madre encontraría una nueva forma de drenar su frustración, por lo que día y noche la gritaba y la maltrataba con frases como: "¿Cuándo te vas a terminar de morir?". 

Mi abuela solo pronunció un “te quiero” una vez en su vida (que tengamos conocimiento) y fue justo a mí, un tiempo antes de fallecer.

También tuve otra tía que vivió sus últimos años en esta casa. Ella genuinamente me quería, pero me duele aceptar que todos en esta familia le dimos la espalda y la apartamos por sus padecimientos de salud mental

Llegó un día a la casa, después de haber deambulado en las calles, perdida en sus propios pensamientos, y se quedó hasta que el cáncer de seno que había padecido once años antes, reapareciera, y esta vez hiciera metástasis y se extendiera por todo su cuerpo, dejándola sin poder levantarse de su cama en la sala de la casa, hasta que murió frente a la vista de la familia. Recuerdo que mi abuela, su madre, no derramó ni una lágrima tras su deceso.

Tantos años después, hoy pienso que mi tía Jaque solo fue una víctima que reaccionó con violencia a una vida plagada de dolor. Le tocó ser abusada sexualmente por su padrastro y sufrirlo en silencio, ser estafada en varias oportunidades por grandes sumas de dinero -por personas que se supone eran cercanas a Dios-, ser asaltada para robarle su carro, ser internada una y otra vez en instituciones de cuidado mental, y quién sabe qué más. Espero de todo corazón que esté en donde esté, nos perdone tanto abandono.

Una habitación propia

Pasé 26 años de mi vida en una habitación de aproximadamente 2 metros y medio de ancho, contigua a la cocina, sin puertas y sin privacidad, compartiendo la cama individual con mi mamá, sin poder prácticamente moverme. 

Como era la habitación de servicio, adentro había un baño que, paradójicamente, alguna vez mi tía me cuestionó por usarlo. Como ese baño era del uso de mis tíos y primos, cualquier persona tenía derecho a entrar en mi habitación en cualquier momento, hablar con mi mamá durante horas, sin importar si yo estuviera estudiando, haciendo mis tareas, o lo que sea.

La TV vivía encendida toda la tarde y noche, y yo no tenía casi ningún control sobre ella. Jamás tuvimos TV por cable ni satelital, nunca un aparato propio para poner películas. Por ser pobres, yo solo conocía la TV nacional, lo que me costaría muchas burlas en mi vida universitaria. Obviamente nunca pudimos costear ningún hobbie, y considero que la televisión me crió y forjó enteramente mi manera de ser.

Pues bien, la cocina era el lugar predilecto de mi familia para dar rienda suelta a sus gritos, peleas, chismes y habladurías, por lo que yo escuchaba discusiones todo el día y todas las noches, incluyendo, por supuesto, comentarios hirientes sobre mí, que hacían mis propios familiares, siendo yo una niña, sin importarles que yo escuchara. 

Nunca fue suficiente taparme los oídos con la almohada o las manos, cada pelea fue haciendo mella en mi mente y en mi autoestima. Desde bebé escuché conversaciones adultas que preferiría no haber presenciado jamás, así como el odio de cada integrante de la familia hacia todos los demás.

Toda la familia escuchaba también las discusiones que yo tenía con mi mamá en mi propio cuarto, y por supuesto que daban su "opinión", sin ser invitados.

Nunca conocí la paz hasta que, finalmente, pude cambiarme de habitación a una con puertas y alejada de todo. Fue también la primera vez que pude vestirme cómodamente en mi propio cuarto.

Se dice de mí

Mi adolescencia fue igualmente dura, ya que estuvo marcada por trastornos de peso, presión social porque mis amigas ya habían tenido sus primeros novios y yo no conocía aún a ningún hombre, los problemas familiares de siempre, falta de dinero (que es igual a falta de libertad), y mi mamá siendo un carcelero, cada vez más restrictivo.

En aquellos días yo estaba obsesionada con el showbiz local, entonces deseaba poder ir a conciertos. Mi mamá me acompañó las primeras veces, pero a mitad del evento me decía: "Tienes que venir con gente joven, ya yo estoy vieja para esto", y a la vez no me dejaba salir sola con mis amigas. 

Finalmente pude ir a conciertos con mis compañeras, y generalmente esos eventos terminaban de madrugada, así que al llegar a la casa, ella inventaba que yo no estaba en ningún concierto (en su cabeza se imaginaba que estuve con alguien más), por lo que no parecía tener escapatoria, y todo se hacía cada vez más frustrante. 

Estudié en una escuela y tres colegios diferentes (católicos, exclusivamente femeninos), pero mi última experiencia en bachillerato fue la peor de todas. Mi anterior colegio solo ofrecía hasta noveno grado, así que tuve que cursar el primero y segundo año del ciclo diversificado en otro colegio, y por supuesto que se me hizo difícil adaptarme.

En esos dos años solo hice un par de amigas, y sufrí el peor episodio de bullying de mi vida. A veces todavía me vienen flashbacks de todo el salón riéndose a carcajadas de mí, mientras lloraba. "Todos los días nos reímos de ti", de mi ropa, de cómo me maquillaba, de mi pelo, de lo flaca que estaba. 

Cuando le conté a mi mamá que se metían conmigo en el colegio, su respuesta fue: "conmigo también se metían, y yo nunca le dije nada a tu abuela“. Me ignoró, y me tocó sufrir en silencio, sin otro apoyo que el de mis dos amigas. Alguna vez escribí un post de agradecimiento para ellas en Facebook, y mi mamá se puso celosa y comenzó a insultarme e inventar historias, una vez más. 

A pesar de que recibí un reconocimiento con honores por mis notas, nunca asistí a mi acto de grado, porque sabía que se reirían de mí. Además, mi mejor amiga había aplazado una materia, y tampoco tenía derecho a presentarse en nuestro acto, por lo que ir yo sola no tenía demasiado sentido. 

Así que nunca tuve graduación del colegio, como nunca tuve fiesta de 15 años. Nunca celebré nada en mi honor desde que cumplí 7 –incluso aquella vez ni siquiera pude escoger a mis invitados–. Por supuesto, tampoco he tenido nunca una cena navideña o de Año Nuevo con mi familia, y probablemente muera sin que eso pase. Mi mamá denominó a diciembre desde que yo era niña “el mes de la hipocresía” y nunca lo celebramos.

Solo nos encontramos con el resto de la familia en los velorios, y ante un mensaje que decía: "Di sí a la vida, pero a una vida feliz", mi mamá lo interpretó como que no valía la pena vivir si no se es feliz. 

En una época pasé siete años sin ir a la playa, a pesar de vivir a 30 kilómetros del mar. Los días de felices vacaciones familiares se quedaron para siempre en el pasado, sepultados metafóricamente con el barro del deslave. Alguna vez me atreví a irme sola a la playa, ya que no tenía a nadie más, y por supuesto que al volver solo recibí reclamos. 

Si tuviera que describir en una palabra la relación con mi madre sería "inestable". Siempre peleábamos un día o una noche antes de nuestros cumpleaños, Día de la Madre, mi Confirmación (no asistió a la Iglesia), y entonces nunca podíamos planear nada porque estábamos constantemente en conflicto y seguro todo se cancelaba. Nunca hubo paz en mi interior, porque cualquier mínimo disparador era motivo para una pelea, reclamo, grito o golpe. Un día estábamos bien, pero al otro no se sabía. Y ese mismo patrón, tristemente lo repetí en todas mis demás relaciones.

Eligiendo mi destino

La primera gran decisión que tuve que tomar en mi vida fue elegir la carrera universitaria a la cual me iba a dedicar. Siempre fui excelente/buena en todas las materias (exceptuando Educación Física) así que no parecía fácil determinar mi vocación.

Tomé varias pruebas vocacionales, pero ninguna satisfizo las aspiraciones que mi mamá tenía conmigo (ella hubiera preferido que yo fuera médico o ingeniera), así que trató de manipular mis respuestas de la prueba vocacional, insistiendo en que yo no había respondido de acuerdo a mis aptitudes. 

Artes, Diseño y ¿Arquitectura? eran el resultado de mis vocaciones, pero para ella eso no era posible.

Presenté varias pruebas internas en la UCV, porque para mí nunca fue una opción estudiar en una universidad privada, y quedé admitida en Biología. Pero al momento de empezar el curso propedéutico, me sentí demasiado fuera de lugar con aquellas personas que serían mis compañeros, así que nunca más regresé.

Hasta ese momento no sabía qué iba a pasar con mi vida, pero un día recibí una llamada ofreciéndome una beca 100% para estudiar Comunicación Social en la universidad privada más costosa de mi ciudad, e inmediatamente acepté.

Mi mamá me confesó en mi graduación que, cuando supo que yo estudiaría Comunicación Social, lloró en su oficina con sus compañeras, pero de tristeza.

"¿Cómo va a ser la vida mejor?"

Cuando llegué a la universidad, encontré personas con una realidad social diametralmente opuesta a la mía. 

Tenían otro bagaje cultural, casi ajeno a mi venezolaneidad, una educación bilingüe, otra forma de ver el dinero y las relaciones, familias respetadas, muchas millas recorridas por todo el mundo, habilidades artísticas y, sobre todo, a sus cortos 18 años ya habían vivido experiencias con las que yo jamás siquiera podría soñar. 

En mi mente no cabía que en una misma ciudad coexistieran, totalmente divorciadas entre sí, dos realidades tan disímiles. Nunca pensé que me adaptaría, y cuando lo logré, finalmente me dio una esperanza de que había algo más allá del mundo en el que yo, hasta el momento, había vivido, lleno de tantas carencias y desesperanza, en donde todo es viejo y nada funciona bien. 

Durante el primer año yo todavía era menor de edad, así que mi mamá seguía sin dejarme salir a ningún lado, y no disfruté demasiado de la vida universitaria. Además, algunas personas que se hacían llamar mis amigos solo agregaron más críticas, drama y habladurías a mi vida. Una vez uno de ellos me dijo que yo no había tenido que aceptar esa beca porque "yo no pertenecía ahí", entre muchas otras patrañas más.

Recuerdo que mi mamá seguía exigiéndome buenas calificaciones, pero a la vez no dejaba que yo me quedara estudiando en vela toda la noche. Así que yo me encerraba en el baño que estaba dentro de mi cuarto, y tapaba con cartón las rendijas para que la luz no le molestara. Y ni siquiera de esa manera estuvo satisfecha.

A los 17 años, cuando le dije a mi mamá que quería trabajar, comenzó a llorar, diciéndome que yo consideraba que lo que ella me daba no era suficiente. Al día de hoy todavía no entiendo su reacción. 

En un primer momento en la universidad, pertenecí a un grupo de amigos conformado en su mayoría por personas con comportamientos tóxicos (con salvadas excepciones). En una ocasión, una de ellas me gritó: "Eres demasiado negativa", y procedió a decirme cosas como: "nadie va a querer estar contigo si no cambias" y "¿por qué si sufres tanto no te has suicidado?". Después de eso, me fui alejando cada vez más, y en el camino conecté con gente maravillosa, tuve las mejores experiencias, pero nunca más volví a pertenecer a "algo" o a un grupo de nada.

Tras el accidente de mi abuela en donde mi mamá finalmente se dedicó a otra cosa que no fuera exclusivamente yo, tristemente fue ese el único espacio de tiempo en el que experimenté libertad.

Pude ir a fiestas, conciertos, ir de viaje con mis amigos, tomar alcohol, besé a alguien por primera vez, y hasta tuve mi primer y único novio.

Mi primer gran amor

Los primeros meses lo mantuve en secreto, pues temía a la reacción de mi mamá cuando se enterara. Y exactamente así fue, cuando me descubrió me gritó histérica llena de ira, juzgándolo por su aspecto físico, por su clase social, y diciendo que era un "chulo" (se refiere a alguien que obtiene beneficios a costa de otra persona). Esta fue su primera impresión por haberlo visto desde un piso 4, por unos cuántos minutos cuando pasó a dejarme en la entrada de mi edificio, en medio de la noche. 

Lo triste de su comportamiento es que también rechazó a cualquier intento de relación que tuve posteriormente, así como a mis amistades o prácticamente cualquier persona que se me acercara o me hablara. Simplemente nadie parecía bueno para ella, incluso sin conocerlo. Hasta que, finalmente, preferí quedarme sola a oírla hablar. 

Siento que estuve haciendo algo malo cuando mantenía relaciones sexuales con alguien, porque para ella eso significa una "falta de respeto para la mujer", así como beber alcohol. Simplemente le horroriza la idea de que yo pueda tener sexo con alguien. A veces esquivo estas situaciones cuando comienzo a pensar en lo que diría mi mamá, y sus palabras resuenan en mi cabeza, reclamándome una y otra vez. 

Mi relación fue una constante lucha por satisfacer las expectativas que mi madre consideraba debía cumplir mi novio: darme regalos, flores y atenciones que no nacían de él. Batallé mucho tiempo contra sus historias inventadas sobre esta persona, peleando por demostrarle que él sí me quería. 

Alguna vez ella llegó a desearme que algo malo me ocurriera al llegar de noche "para que aprendiera" (casi se hizo realidad después, cuando un acosador me perseguía camino a casa).

Los primeros meses fueron increíbles, hasta que me empecé a cuestionar si esta persona era a quien yo realmente quería conmigo. No teníamos demasiado en común, ni siquiera los gustos musicales, y las personas de su círculo social me faltaban el respeto constantemente. 

Pero por primera vez en mi vida, sentí que con él podía mostrarme vulnerable y estar en un lugar seguro, aunque no necesariamente comprendida. ¡Toda la vida me hicieron saber que contar mis problemas era molesto para los demás! 

Solo una vez antes había confiado en alguien más casi de esa manera, y fue a mis primos, quienes por mucho tiempo fueron mi principal apoyo, aunque después tomáramos caminos separados. 

Cuando terminé la universidad, me separé de mis amigos –casi todos se fueron del país–, y mi novio se convirtió en mi único amigo, familia, compañero de trabajo, fotógrafo del blog, fotógrafo de viajes y esencialmente el centro de mi vida. 

Además, yo odiaba mi trabajo, y de hecho nunca más volví a trabajar en una oficina después de 2015. Ya no me apetecía ni siquiera hacer nada más que no fuera con él. 

Y cuando persigues a alguien, esa persona tiende a alejarse, así que la distancia se fue haciendo cada vez más y más grande. Mi estado mental en ese punto ya estaba afectado, por eso, en la hora de almuerzo de mi oficina iba a terapia con una psicóloga para tratar de salvar mi relación, pero eso ya nunca más tuvo arreglo.

Una noche sufrí un horrible ataque de pánico en casa de mi novio en donde perdí el control de mí, y ese fue el final de nuestra relación (formal), y el principio de este infierno que ha sido tratar mi salud mental.

Como básicamente yo no concebía mi vida sin él, un día me tomé un poco de todos los medicamentos que conseguí en la casa, pero la verdad es que no sucedió mayor cosa.

Después de eso, fui a mi primera consulta psiquiátrica en la vida. Mi mamá me llevó a un muy solicitado psiquiatra en una clínica privada en el Centro de la ciudad. Después de muchas horas de espera por mi turno, se limitó a verme durante 20 minutos, con una mirada cínica. Su único consejo fue: "¿Tienes trabajo? No. Entonces consigue un trabajo y múdate" (ignorando por completo el contexto económico y social de país), y me recetó una pastilla, sin haber escuchado siquiera mi historia. Al salir de la consulta, solo boté el récipe en la papelera, y continué con mi vida. 

Seguí viendo a escondidas a mi ahora ex-novio para que me tomara fotos para el blog, y con mi liquidación de cuando renuncié en el trabajo, lo invité de viaje a la playa. Para mi sorpresa aceptó, pero me trató de la forma más despectiva posible durante toda la estadía, dejándome en claro que yo no le interesaba. 

Al llegar del viaje, me escribió que fue un error ir, que lo pasó fatal y lo "obligué a meterse a la piscina". 

En esa época él ya tenía sus planes para irse a Chile (un país en el que no me interesa vivir), e insistía hasta el cansancio en que yo debía irme también. Cuando le pregunté qué había pasado con eso, me escribió "nos iríamos como compañeros, no como pareja". 

Mi experiencia personal en un hospital psiquiátrico

Ese fue mi punto de quiebre, consideré que definitivamente en adelante no importaba nada más. Así que recordé que mi mamá guardaba los psicotrópicos para dormir de mi abuela en una gaveta, fui e ingerí un blister. 

Mientras tanto, seguía discutiendo por chat con mi ex-novio, y en un momento de ira, lancé mi celular por la ventana desde el cuarto piso, estrellándose en la mezzanina del edificio, y aunque se rompió, siguió funcionando unos años más. 

Todo lo que sigue se ve muy negro en mi memoria. Solo recuerdo flashbacks de intentar romper un frasco de vidrio porque quería cortarme las venas, y escuchar al médico decir que ya no podían hacerme un lavado de estómago porque había transcurrido mucho tiempo. 

Lo siguiente que recuerdo es despertar amarrada de pies y manos a una cama del hospital psiquiátrico. Había perdido la noción de mí, tras varios días dormida, en una cura de sueño. Cuando pregunté que cuánto tiempo me dejarían allí, una de las pacientes me respondió que dos meses, por lo que me desesperé, grité que eso era el infierno, y me volvieron a sedar. 

Volví a despertar, esta vez con más conciencia de lo que había sucedido, y una enfermera me preguntó si ya no pensaba que estaba en el infierno.

La verdad es que, a pesar de tratarse de una institución pública del Seguro Social, ese lugar se sentía muy seguro, todo el personal de enfermería me trató con respeto y amabilidad, siempre estaba muy limpio, ordenado y cuidado, todo funcionaba perfectamente, inclusive los servicios y, para mi sorpresa, nunca tuve problemas personales con nadie en ese lugar (por única vez en mi vida).

Estamos hablando del año 2015, en donde la crisis en el país no había alcanzado todavía su punto más álgido, así que probablemente hayan cambiado muchas cosas hoy. También influyó que el hospital estuviera en una zona privilegiada de la ciudad, entiendo que al Oeste la situación es menos alentadora.

Me maravilló que en el hospital no existieran imágenes alusivas al gobierno, como en las demás instituciones públicas. De hecho, estaba prohibido hablar de política y religión (aunque la mayoría de los internos profesaban abiertamente su fe en el oficialismo, el socialismo o en las Iglesias). 

Cuando estuve consciente, me entregaron el kit de cuidado personal que mi mamá había traído para mí: unas cholas (sandalias o flip flops) antirresbalantes hermosas, mi ropa interior, crema dental, shampoo, acondicionador... todo venía rotulado en marcador con mi nombre, aunque a mí jamás me hurtaron nada.

Estaban prohibidos los espejos y las herramientas punzopenetrantes que pudieran hacer daño, así que por primera vez en la vida estuve mucho tiempo sin ver mi propio reflejo. En esa ocasión se me curó el acné por completo, también. Obviamente también estaba prohibido fumar, pero una de las internas lo hizo a escondidas en el baño.

La rutina diaria se veía más o menos así: nos encendían las luces temprano, me parece que a las 6:00 a.m. De allí debíamos ir a bañarnos y a cambiarnos diariamente el uniforme –rosado para las mujeres, azul para los hombres, que estaban en otro anexo–, hacíamos nuestra cama (las sábanas nos las cambiaban varias veces por semana, ellos las lavaban, mientras las almohadas estaban prohibidas), y a las 8:00 a.m. nos sentábamos a desayunar (los primeros días lo hacíamos en la sala del hospital, ya después me dejaron salir al comedor del patio y tomar sol).

La comida en el almuerzo y la cena era abundante, balanceada y, a mi juicio, tenía buen sabor. Incluso preparaban una dieta especial para mí, que soy celíaca. El "problema" es que la proteína siempre era pollo, lo cual nos llegó a aburrir bastante. Pero en la época de escasez que vivíamos en el país, aquello me parecía sorprendente.

No teníamos celulares en ese lugar, así que el resto del día pasaba muy lentamente. A veces veíamos telenovelas en la TV de la sala, pero yo preferiría estar acurrucada en mi cama tratando de esquivar el aire acondicionado, hasta que una enfermera me aconsejó que socializara más con mis compañeras para que me dieran de alta más rápido.

Dos veces al día hacíamos fila para recibir nuestra medicación, y me pareció que la variaban una y otra vez para evaluar nuestro comportamiento. Recuerdo que era tan fuerte, que de pronto no me importaba todo lo que había pasado, no me dolía en absoluto, y tenía la sensación de estar perennemente flotando sobre una nube. En realidad sentía mucha paz.

Cuando estuve lista, tuve acceso a la sala de actividades grupales, en donde podíamos hacer dibujos, maquillarnos, interrelacionarnos con otros pacientes, leer (me llevé una revista de Historia de la moda en Venezuela, con la que hice un artículo que me abrió muchas puertas), y todos los días nos hacían hincapié en la orientación tiempo-espacio (recordando el día, el mes, el año y en dónde nos encontrábamos). 

Periódicamente teníamos chequeo con el psiquiatra, que se limitaba a preguntarme si dormí bien, y cómo estaban mis ideas suicidas. En realidad ellas siempre me han acompañado, y eso es algo que la medicación no va a cambiar.

Teníamos hora de la merienda, y más tarde la cena. Antes de dormir, hacíamos fila para que las enfermeras nos tomaran la presión arterial. Mi tensión alta siempre rondaba los 70 (lo normal es 120), y eso es algo que parecía no preocuparle a nadie.

A las 9 p.m. apagaban todas las luces, y luego a empezar la rutina otra vez al día siguiente. Cuando me cambiaron de la zona de observación a mi habitación, estuve durmiendo sola varios días –por primera vez en mi vida–, hasta que llegó mi compañera de habitación, que sufría de bipolaridad y se llamaba igual que mi mamá. 

Era una señora llanera muy ocurrente, de voz ronca y potente, de carácter fuerte, y enamorada de Steven Seagal, así que rápidamente le tomé mucho aprecio. Había vivido episodios muy traumáticos, una madrugada se despertó llorando y me confesó algo que nunca antes le había contado a nadie. 

Aunque mi roomie le decía abiertamente a todos que estaba embarazada, fueron pocos los que le creyeron (ni siquiera el personal médico). Cuando finalmente le hicieron la prueba de embarazo, esta dio positivo y le suspendieron inmediatamente la medicación, por lo que se descompensó totalmente. Poco después se la llevaron del hospital, y nunca más volví a saber de ella.

Doce días después de ingresada, me permitieron ver a mi mamá por primera vez. Ella había perdido mucho peso, y cuando la vi no pude contener las ganas de llorar. No tenía noción hasta ese momento de cuánto la quería y cuánto la extrañaba. 

Ella igual había estado yendo todos los días al hospital para saber de mí y llevarme todo lo necesario. Teníamos un patio de visitas y allí nos reunimos con nuestros familiares durante una hora. Ella me llevaba snacks, alguna crema corporal que yo le pidiera, revistas o libros autorizados, y recogía mi ropa interior para lavarla en la casa. 

Ese día le comenté que hasta ese momento no había podido ir al baño a evacuar (soy de esas personas a las que les da estreñimiento fuera de casa). 

Recuerdo que había una máquina de Nescafé en el patio de visitas y le pedí a mi mamá que me comprara uno. Apenas lo probé, me mareé, y desde entonces me mareo cada vez que tomo café, cuando antes no me había pasado.

Yo estaba preocupada porque había dejado mi trabajo tirado, perdí una entrevista laboral con un proyecto increíble, y no había puesto el modo vacaciones en Fiverr, así que le pedí a mi mamá que le diera mis claves a mi ex, y él estuvo gestionando algunas cosas. A él le pedí también que viniera a visitarme pero, como era de esperarse, nunca lo hizo.

En ese tiempo, una estudiante de psicología se encontraba haciendo pasantías y evalúo mi caso, y honestamente siento que es la mejor atención que he recibido hasta ahora en materia de salud mental. 

Una tarde se sentó por horas a entrevistarme sobre cada aspecto de mi vida, y por primera vez pude contarle a alguien tanto como lo estoy haciendo ahora. Ha sido la única vez en mi vida en la que me sentí plenamente escuchada. En medio de la entrevista, mi cuerpo comenzó a moverse sin que yo pudiera controlarlo. "Me dio una tembladera", le comenté. No sé si fueron los nervios, el dolor emocional que removió, o tuvo algo que ver en lo que pasaría más adelante.

Me encontraba yo una tarde de jueves coloreando en el salón de manualidades, cuando de pronto un chorro de baba corrió por mi boca y manchó la hoja de papel. Me pareció algo extraño pero no le comenté a nadie. ¿Cómo era posible que yo no pudiera controlar mi propia salivación? De igual manera, me habían prometido que yo podía salir de permiso por primera vez al mundo exterior ese fin de semana para estar con mi familia.

A la mañana siguiente, estábamos en una clase y de pronto toda mi vista se puso borrosa, no podía mantener los párpados abiertos, y ni siquiera podía mantenerme sentada. Sentía cómo mi cuerpo se escurría por la silla y le pedí ayuda al personal. Solicité ver a mi médico y me negaron que estuviera, solo me decían que me calmara.

Cuando ya la situación se agravó, me sacaron para el área de enfermería, y efectivamente sí estaba mi médico allí. Tenía hipotensión y entré en un ataque de pánico cuando me fueron a tomar la vía intravenosa para ponerme hidratación.

En ese momento llamaron a mi mamá y le dijeron que yo "tenía un dolor muy fuerte" y que viniera inmediatamente. Ella pensó que era algo digestivo por mi estreñimiento. 

Ese día solo había desayunado un bollito (masa de maíz blanco) con queso, y sentía demasiada hambre. Una amable enfermera que me atendió me explicó que yo había tenido una reacción adversa a uno de los medicamentos, así que me administró un antídoto y ya estuve bien. Pero la sensación de flotar entre las nubes también se había desvanecido.

Este hecho les hizo dudar a los médicos sobre si estaba apta para salir de permiso ese fin de semana, pero finalmente pude estar esos dos días con mi familia.

Volver a la casa fue un shock muy fuerte; al ver a mi abuela postrada en la cama no contuve las ganas de llorar. Le dije a mi tía que sabía que ella había estado apoyando a mi mamá en este momento, le agradecí y le di un abrazo, tal vez el único sincero que le he dado en la vida.

Cuando encendí mi computadora por primera vez, mi bandeja de entrada de e-mail se estaba desbordando, por lo que me sentí agobiada. Sin embargo, en mi celular solo tenía un mensaje de un asesor que me estaba ayudando en ese momento con el blog, pidiendo reunirnos. Desde aquél momento, estoy convencida de que cuando muera, nadie se enterará (y probablemente no le importará a nadie).

Al salir, lo primero que hicimos mi mamá y yo fue ir a un restaurante, porque yo anhelaba con todas mis fuerzas comer un trozo de carne. También fuimos al teatro infantil a ver la obra de un compañero de la universidad. Me sentí muy desorientada todo el rato, pero el lunes temprano me tocó volver a ingresar al hospital.

Recuerdo que la psicóloga me evaluó con tests de personalidad, y el médico psiquiatra nos leyó el diagnóstico que ella dejó. Lo que más me llamó la atención fue escuchar Trastorno Límite de Personalidad y trastornos de alimentación. Cuando le pregunté al médico qué era “límite” la verdad es que ni él mismo lo sabía, y me dijo que era apego. 

Tuve que investigar todo por mi cuenta, porque la terapia privada que tomé con él se redujo a decirme que yo tenía “apego” (sin ahondar demasiado en el porqué de mi personalidad) y a leer libros de Walter Riso, los cuales no me aportaron nada más que repelús. La verdad no creo que haya sido un mal profesional, pero sí uno muy desactualizado y que no aborda a la persona como un todo.

En el hospital también me evaluaron con un electroencefalograma, y esa fue la experiencia más psicodélica que tuve en mi vida –desde entonces he pensado que ir a Tomorrowland debe verse así, luces estimulantes por todos lados–. Por suerte salió normal, así que oficialmente no tengo ninguna afección biológica en mi cerebro. 

La noche más tétrica que pasé en el hospital fue producto de una infección en la orina, en donde tuve que aguardar toda una noche con cistitis hasta que me hicieron el examen de orina. Mi mamá caminó kilómetros para llevarme el medicamento para la cistitis un domingo en la tarde, pero el personal no me lo hizo llegar a tiempo.

¿Felizmente? me dieron el alta con diagnóstico de depresión mayor, y estuve en control anual en esa institución, hasta que otra psiquiatra me dijo que mi medicación debía ser de por vida. 

Yo honestamente pienso que mi vida no va a arreglarse a fuerza de antidepresivos, porque en todo este tiempo, todavía fui incapaz de autogestionar mis emociones; mis heridas del pasado continúan ahí, mis relaciones interpersonales y profesionales siguen hiriéndome, sigo repitiendo mis patrones, mi autoestima hundida, y además de todo, había subido de peso y perdido la capacidad de sentir dolor y placer, en absoluto.

Y aunque hoy toda la situación en mi familia ha cambiado, y mis familiares han mejorado su actitud, yo siento que sigo estática, mientras me encuentro en el mismo hogar en el que sufrí tanto dolor, recorriendo la misma ciudad en la que alguna vez fui feliz y hoy desconozco por completo, viviendo en el mismo país que paradójicamente ya no existe, mientras perdí casi una década de mi vida recordando lo que un día fue, y anhelando lo que podría ser. 

En verdad agradezco también el empeño que ha tenido mi madre y mi familia por cambiar de actitud y por apoyarme en mis proyectos personales, pero esta historia resuena en mi mente una y otra vez cada vez que los veo o escucho sus voces, mientras el sentimiento de nunca haber sido querida en la vida, no se va. 

Aunque sé que cada persona está librando una batalla personal, que cada quien hizo lo mejor que pudo con lo que tenía y estoy consciente de que a mis propios errores nada los eximirá, no puedo evitar sentir que el mundo me debe una disculpa. 

Lamentablemente aquella no fue la última ocasión en la que quise morir, pero esa ya es otra parte de esta historia. 

Jessymar Daneau Tovar (@letroupe)

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